miércoles, noviembre 16

Match Point *****


Woody Allen sabe hacer muy bien de Woody Allen. Sus comedias, año tras año, se empilan en una suerte de Panteón de grandes o no tan grandes películas, que se caracterizan todas por una originalidad de la que el clarinetista de Brooklyn es maestro (él, fanático de jazz como es bien sabido, se reúne a tocar con su New Orleans Jazz Band cada lunes en el Carlyle de Nueva York: los genios, usualmente, tienen más de un talento). La del último año, “Melinda y Melinda”, trató en el mismo formato, inigualablemente suyo, el tema del arte mismo de contar historias, y la dualidad siempre presente entre tragedia y comedia. Apreciar “Melinda” era cuestión de puntos de vista, y por eso se polemizó sobre la capacidad de reinvención del director que tiene en su ingenio para el arte difícil de la sátira su mejor arma. Con Match Point esa polémica queda, a lo mejor, enterrada. Tras años de probar, ya se dijo, una fórmula que le ha significado el éxito por varias generaciones, esta nueva película es una muestra grandilocuente de lo precioso que puede llegar a ser el cine de Woody Allen. O, si se quiere, el cine a secas. Ya se le había admirado por un espectacular come-back con “Interiors”, donde dejó una muestra de su valía como realizador de piezas más complejas en lo dramático. Visto desde ese punto, Match Point es un poco una segunda venganza: con ella sus críticos han quedado de nuevo silenciados. Porque finalmente, como los grandes artistas, a Woody Allen le tiene sin cuidado eso de la crítica: por eso los aplasta.
Para darse ese sólo placer, habría sido capaz de firmar esta nueva obra. No habrá tenido, sin embargo, esa motivación. Y de todas formas no importa. Importa que la hizo, para el placer (el nuestro) de reencontrarse con el cine como una forma de profundidad de la cultura, mucho más allá de lo que actualmente nos ofrece el cine en general. Una obra: en italiano, una ópera.
Match Point es una ópera del siglo XXI, si bien, como en todas las demás, las analogías, las evocaciones al pasado de grandes mitologías, es la materia prima. La historia de un humilde profesor de tenis que por cuenta de su ambición llega a pertenecer a la alta sociedad londinense, pero en el camino debe luchar hasta vencer la pasión “colateral” por su cuñada. Y lo hace estoicamente, como un héroe dostoievskiano: sacrificandola por un ideal más grande que es el de la libertad. Así se vuelva preso de un amor aburrido. No disfruta haciéndolo, y la esencia de la película está en ese sufrimiento contenido que estalla abruptamente hacia el final y que es que el le da una salida a la historia y al personaje. Y como si se estuviera leyendo Crimen y Castigo (cosa que, por su propio lado, hace el personaje) o Los Hermanos Karamazov, el espectador logra justificar su accionar. El punto está en la inmoralidad alzada al mismo rango que el de la virtud. Por eso, por el tratamiento filosófico más allá que como recurso de humor, es que la película es trascendental como obra. No son sólo brochazos alegres de un artista al que le cuesta componer el lienzo a pesar del brillo de la composición. Es que el cuadro forma una obra en sí misma, en la que el fondo y la forma se unen para completar una pieza. Sobrevolamos el lienzo sobre el que se plasma esta tragedia, hablemos del tratamiento al óleo.
La película tiene una magistral factura. No hace falta ser crítico de cine para admirar el detalle cuidadoso de la realización: esa fotografía que le rinde homenaje a un Londres por esencia aristocrático, como otrora al Nueva York de Central Park y sus cafés chic. La imagen poética con que empieza la cinta, y que se transforma en un leitmotiv de más fuerza y mayor significado hacia el final, cuando la fatalidad parece apoderarse del personaje, en ese golpe del anillo robado contra la baranda de un muelle de Westminster. Uno se creería asistiendo a un final de tragedia griega antigua pintado, en directo, por Rembrandt: la luz es un personaje omnisciente y, como en los cuadros del maestro holandés, le da una atmósfera exquisita a la obra. Pero en esos dos momentos, cobra una belleza mística. Es una clase de arte, para ser vista en sala. Están además, los actores: el joven tenista y el hermano aristocrático a través del cual el primero asciende en la sociedad, y se sumerge de lleno en su destino, parecen directamente sacados del Satyricon de Fellini: tienen cara y cuerpo de efebos victorianos. Las mujeres, por su lado, hacen las veces de llave hacia la fatalidad: desencadenan las pasiones encontradas. Excelente Scarlett Johansson que parece moldeada para los papeles de alto voltaje dramático. La banda sonora, por si fuera poco, está hecha de arias. Caruso (neoyorquino por adopción) obliga, el ruido clásico del vinilo sobre el tocadiscos adquiere un aire que prefigura la angustia de que seremos víctimas. Y en la tragedia encontramos la delicia de la sublimación de las pasiones. La angustia es recompensada con un final de duda: no importa lo que venga, los dioses ya dictaron su cometido en la salvación, a priori, del héroe.

miércoles, noviembre 2

Der Ring des Nibelungen: Das Rheingold


de Richard Wagner
París, 01/11/2005
Théâtre du Châtelet
Dir: C.Eschenbach


Wotan: "Afin de t´avoir pour épouse, j´ai sacrifié l´un de mes yeux"

Prólogo:
Las óperas de Wagner son como un acto de redención. Sólo así se puede explicar que el espectador dure, galvanizado, casi 3 horas de pie cuando la visibilidad es limitada. Si al siempre oportuno Woody Allen le provoca “invadir Polonia” al primer acorde wagneriano, el público parisino sin duda invade las taquillas al simple rumor de una nueva producción de las obras del compositor alemán. Esta primera parte de los Nibelungos, que el Châtelet retoma en abril para completar durante ese mes la Tetralogía, la montó en Zurich para las temporadas 2000-2002 el aclamado director y coreógrafo americano Robert Wilson, maestro que sabe hacer de la simpleza una virtud.

Sinópsis:
La opera fundacional del Mito de los Nibelungos, que supone dar los primeros albores del drama posterior, es ante todo un juego político: está dominado por presiones, promesas y engaños. Wotan, el Dios de Dioses, prometió a los Gigantes Fafner y Fasolt, a cambio de ser los arquitectos de su fortaleza de Walhalla en la mítica montaña del Burg, a la diosa Freia, hermana de su esposa Fricka. Freia es diosa de la eterna primavera: ella, recolectora de las manzanas de oro, permite a los dioses vivir sin jamás envejecer. Pero Wotan no es un dios magnánimo, su autoridad se asienta sobre su poder más que sobre sus (escasas) virtudes. Wotan recuerda al monarca débil de las épocas decadentes, evoca ligeramente a un presidente colombiano en ejercicio.
Pero en fin, los Gigantes, una vez culminada la morada deseada por el rey de dioses, se dirigen hacia él y le reclaman su parte del contrato: Freia. Wotan cede al lamento de su esposa Fricka que no quiere ver como su hermana es hecha víctima del placer de dos seres pesados y torpes que no pertenecen al mundo divino. Interceden más dioses, en ayuda del lamentable Wotan, incapaz de toda habilidad política, pues tampoco quieren perder su juventud por un capricho de rey. En especial Loge, creador del fuego pero a la vez el príncipe maquiavélico de esta historia. Así, antes de que acabe el día, los dioses prometen entregar el Oro del Rhin y no a Freia, que yace prisionera de los Gigantes como moneda de cambio.
Lo que hace especial al Oro del Rhin es, además de su valor, su capacidad intrínseca de forjar un anillo (el Ring) que permite la dominación absoluta sobre la Tierra. Loge lo sabe y convence a Wotan de ir a por este preciado tesoro de reserva incalculable, en el mundo subterráneo de Nibelheim. Del Oro son vigilantes las Rheintöchter, las Doncellas del Rhin, pero lo pierden cuando en el primer cuadro, el perverso amo de los Nibelungos, Alberich, maldice el amor a cambio del Oro y espanta a las Doncellas.
Ya en las tinieblas de Nibelheim, el vil y vanidoso Alberich cae en la trampa retórica del zorro de Loge y al convertirse en un sapo por cuenta del casco mágico forjado por Mime, hermano de Alberich, es aprehendido por los visitantes, que lo llevan de nuevo a la superficie. Allí, lo obligan a entregar el Oro robado a cambio de su libertad, al tiempo que el Anillo forjado. No teniendo otra opción, Alberich lo hace pero deja una maldición: el dueño del Anillo sólo conocerá la ruina.
Wotan, ambicioso pero ignorante de la maldición de Alberich, pretende entonces quedarse con el Anillo y entregar a los Gigantes no más que el Oro mítico. La Diosa Erda hace su aparición para salvar a la humanidad de la ruina advirtiendo a Wotan de los peligros del Anillo.
Este se lo entrega finalmente a los Gigantes a cambio de la liberación de Freia. El “capítulo” se concluye entonces con la disputa entre los Gigantes por la posesión del Anillo y la muerte de Falsot en manos de su hermano Fafner, mientras los dioses se dirigen finalmente, en un puente de arcoiris, a su nueva morada de Wallhala. Las Doncellas lamentan en vano la pérdida del Oro.

Comentario:
El montaje, lejos de la sobresaturación escénica en que se puede convertir una representación de la Tetralogía, es puro visualmente, y se concentra en el juego de luces y los efectos de la tramoya. Las voces mantienen todas el brío necesario de casi 3 horas de drama sin entreacto alguno. La continuación de la Tetralogía se dará en abril.